Cuarto Domingo de Adviento

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El Adviento nos despierta, para no estar atados a nuestros recuerdos ni anestesiados por las preocupaciones cotidianas como el consumo y las diversiones. Algo nuevo va a suceder. Alguien va a llegar, por lo que no podemos estar dormidos sino despiertos y soñando, siendo positivos y sobre todo creadores, confiados y alegres.
Y con este Adviento, llega la historia de una joven llamada María que por designio divino, cambió para siempre su vida y la historia de la humanidad.

Relata su vida en Nazaret, su compromiso con su esposo José, la visita del Ángel Gabriel, un embarazo milagroso y el arduo camino al que ella y José tuvieron que hacer, desde Nazaret hasta Belén, para a dar a luz al hijo de Dios, con las dificultades propias de una familia que ha de enfrentarse a lo desconocido y a una prueba de su fe.

Es la historia de una madre y un padre jóvenes, que han de realizar un largo y aterrador camino desde su único hogar conocido, para buscar un lugar de nacimiento para su futuro hijo. 
Es claro que María y José, son la primera pequeña Iglesia, que da a luz al primer hijo del Reino de los cielos. Por eso, en este cuarto domingo de Adviento, cuando casi tocamos ya la Navidad, la liturgia hace que volvamos hacia ellos los ojos, para entender su misterio y protagonismo.

Por una parte está María, que tenía 16 años de edad, en la cima de la expectación. Nadie ha vivido un embarazo como ella. Porque era sencilla como la luz, clara como el agua, pura como la nieve y dócil como una esclava, que concibió en su seno a la Palabra. Cuando nada parece haber cambiado por las colinas de Galilea, María sabe que ha cambiado todo, que Jesús viene. Es la joven madre que aprende a amar a su hijo sintiéndolo crecer dentro de sí. Lleva a Jesús para darlo al mundo, que lo sigue esperando sin saberlo, porque la mayor parte de los hombres no le conocen todavía. En el amor de la madre se manifiesta la ternura humana del Hijo. Solamente se puede esperar a Jesús cerca de Maria. Jesús está ya donde está ella. Para celebrar la Navidad, hay que agruparse alrededor de la Virgen. Ella, que no tenía recovecos ni trasfondos oscuros de pecado, porque era inmaculada, callada y silenciosa siempre nos entrega al Hijo.

Por otra parte está José, el hombre bueno, que se encuentra ante el misterio. No le fue fácil aceptar la Navidad, (término que viene del latín y que significa Nacimiento), que ni sospechaba ni entendía en un principio. Como hombre sintió en un primer momento pavor ante las obras maravillosas de Dios, que desconciertan los cálculos y el modo de pensar humano. En su Adviento particular tuvo que superar la prueba de confianza en su esposa, para convertirse en el modelo perfecto de confianza. ¡Que difícil es aceptar la obra del Espíritu Santo. Solamente desde una fe honda se puede asimilar el desconcierto que muchas veces provoca la acogida de la voluntad de Dios. ¡Cuanta confianza en Dios hay que tener para aceptar al hijo que uno no ha engendrado¡

Y cuando se acepta, viene la sorpresa de la salvación y “Dios está con nosotros”. Estamos llenos de reparos contra todo lo que no está programado o hecho por nosotros y por eso nos negamos casi radicalmente a confiar en los demás.
La figura relevante es San José a quien el Ángel le revela cual será su vocación-misión singular de padre adoptivo de la Criatura que hay en Maria, su esposa, porque viene engendrada por el Espíritu Santo, y por todo ello José cumple y obedece admirablemente la tarea encomendada por el Ángel.

Y asó ocurre cada año, cuando felizmente nos llega el Adviento. Todo se engalana, se ornamenta, se prepara para celebrar la Navidad.
Sin embargo la Navidad, es otra cosa, otro acontecimiento, otro alumbramiento que por suerte María, la Madre nos enseña para llevarnos a lo esencial, para conducirnos a la sencillez, con su silencio luminoso, con su aptitud de escuchar, con su extraordinaria capacidad de esperar.

De María nunca oímos: “He aquí lo que he pensado”; “He aquí lo que he decidido”; “He ahí lo que he preparado”, simplemente dijo… “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra” (Lc. 1, 26-38).

Con esta aceptación de María, el Hijo de Dios se hace hombre y se convierte él también en Siervo del Señor (Is. 42.1; 52.13).