El hombre, que dejó la casa de El Palomar luego de besar a sus cuatro niños y a su esposa, sabía que iba a entregar la vida por la Patria en Malvinas.
El féretro, cubierto por la bandera argentina, estaba justo frente al altar de la pequeña capilla en Mount Pleasant. Los militares, en sus uniformes de servicio, lo rodeaban en un respetuoso y rígido silencio. María Cristina Scavarda caminó por el pasillo central hacia él. Apoyó con delicadeza su mano sobre el ataúd de su esposo y entre lágrimas le dijo: “Vamos a casa”.
Ocurrió el miércoles 5 de diciembre, a las once y cinco de la mañana, en las islas Malvinas. Cuando la viuda del capitán post mortem Luis Darío José Castagnari se reencontró -luego de 36 años de espera y lucha- con su único amor, el padre de sus cinco hijos, el comando que antes de partir hacia la guerra le pidió:
-Si no regreso, quiero que traigas mi cuerpo y me entierres junto a Gustavito.
Y ella se lo prometió. Porque juntos habían vivido el mayor dolor de sus vidas cuando un cáncer les quitó a su primer hijo, “Pirinchito”, de solo tres años. El hombre, que dejó la casa de El Palomar luego de besar a sus cuatro niños y a su esposa, sabía que iba a entregar la vida por la Patria. Y necesitaba tener la certeza de que su mujer iba a cumplir con su más íntimo anhelo.
El 29 de mayo de 1982, a las once y veinte de la noche, durante un feroz bombardeo inglés sobre las posiciones de los hombres del GOE -Grupo de Operaciones Especiales- en el aeropuerto de Puerto Argentino, el primer teniente Castagnari murió mientras corría con su radio en la mano, buscando un refugio para sus hombres. Los integrantes del escuadrón Pucará lograron ponerse a salvo. “El Furia”, no: fue alcanzado por las esquirlas de un misil.
Desde ese instante, María Cristina buscó cumplir con el deseo de su esposo. En las islas, en un día sin viento y sin frío, le agradeció a Dios el milagro del reencuentro. “Luis está acá conmigo, puedo sentirlo”, se dijo frente a la cruz.
Entonces el padre John, junto a un religioso anglicano, leyó en un frágil español el Salmo 23 de la Biblia.
El Señor es mi pastor, nada me faltará.
En lugares de verdes pastos me hace descansar;
junto a aguas de reposo me conduce.
El restaura mi alma; me guía por senderos de justicia
por amor de su nombre.
Aunque pase por el valle de sombra de muerte,
no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo;
tu vara y tu cayado me infunden aliento.
Tú preparas mesa delante de mí en presencia de mis enemigos;
has ungido mi cabeza con aceite; mi copa está rebosando.
Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida,
y en la casa del Señor moraré por largos días.
La emoción abrazó a cada uno de los presentes. “Sentí el respeto y el cariño con que despedían a mi esposo”, le dijo María Cristina. Conmovida lloró frente al féretro mientras acariciaba la madera clara.
“Ya está mamá, ya está”, le dijeron sus tres hijos varones Martín Adolfo, Guillermo Oscar y Walter Rodolfo -su hija Roxana Patricia prefirió quedarse en la Río Cuarto para esperarlos- y la rodearon como para proteger a esa mujer que siempre habían visto luchar y que por primera vez se permitía llorar en público.
Tenían razón. Ya estaba. Había cumplido.
Fue un largo y difícil camino. Durante años muchas puertas se cerraron. La ayuda del embajador británico Mark Kent, quien llevó el pedido a las autoridades de las islas, y el compromiso con la causa Malvinas del empresario Eduardo Eurnekian, CEO de Corporación América, quien se hizo cargo de la exhumación y el traslado de la familia de Río Cuarto a Córdoba, de allí a Comodoro Rivadavia y luego a la Isla Soledad -encargándole a su gerente de logística y ex piloto de Super Étendart durante el conflicto armado, Roberto Curilovic, la organización de cada detalle del viaje-, hicieron que ayer, finalmente, el histórico traslado al continente pudiera realizarse.
Envuelto en una bandera argentina, luego de recibir honores militares, y un oficio religioso, el comando regresó a la ciudad que amaba.
En esas tres horas de intimidad y emoción, ya no hizo falta decir nada más. Habló el corazón de una mujer que finalmente pudo cumplir con el último deseo del hombre de su vida.
“Yo hoy me reuní con Luis, me reencontré con él. Y saber que podía llevarlo conmigo, que ya no me iría sola de las islas, como pasó en los otros dos viajes, me reconfortó espiritualmente”.
“Estaba en otro mundo, como si estuviésemos los dos solos. Ni siquiera vi qué hicieron mis hijos, ni cuántos eran los oficiales uniformados que le rendían honores. Luis estaba en el medio de la capilla, frente al altar, los militares estaban todos sentados, el sacerdote habló en español y pidió disculpas porque no lo hacía muy bien. Pero yo estaba sola con mi marido, el resto no existía”.
“Tocar el cajón, sentirlo cerca, volver a verlo después de 36 años fue una emoción enorme. Por eso lloré. Pero también me sentí en paz. Porque Luis ahora está conmigo en este vuelo y ya no me siento sola”.
“Mis hijos eran muy chiquitos cuando su padre partió hacia la guerra, pero tienen muchos recuerdos. Los crié sin odios hacia los ingleses, solo con el amor se construye. Les dije que así como ellos habían perdido a su papá, hubo niños ingleses que también perdieron a los suyos, que todos habíamos sufrido”.
“Luis siempre había querido conocer las islas y quería morir por la Patria, así me lo había dicho: ‘Si pudiera elegir cómo terminar mi vida, le pediría a Dios morir defendiendo la Patria’. Solo faltaba esto, que él regresara para estar con nuestro hijito”.
“Nos dieron la placa de granito con su nombre, la que estuvo en Darwin desde enero de 1983 cuando llevaron su cuerpo al camposanto argentino. La llevaremos a General Cabrera, el lugar donde nació y donde hay un monumento a Malvinas y una agrupación que lleva su nombre”.
“Ahora sabemos que él está cerquita y esto en sanador para mí, para mis hijos, los nietos, para toda la familia”.
“Vamos a cremar sus restos, y llevaremos sus cenizas a la Parroquia del Sagrado Corazón, donde nos casamos hace casi 45 años, porque es un lugar santo. Allí están las cenizas de Gustavito, y van a volver a estar juntos”.
“Fue larga la espera, pero lo puse en manos de Dios. También le pedí a Luis que me iluminara: ‘Haceme saber si querés volver a casa o quedarte donde dejaste tu vida’. Porque cuando se cerraban tantas puertas, me hacían pensar que quizás debía quedar en las islas. Pero una señal que recibí me hizo ver que él tenía que volver a casa”
“‘Marcame el camino’, le pedía. Y entonces un domingo vi en Infobae el video del entierro de los soldados argentinos en Darwin en 1983. Sentí mucha paz: el sacerdote leía el Salmo 23, que es el que siempre me gustó, el que rezo, y el mismo que leyeron hoy. El religioso después decía en el video que oraba por el descanso de las almas y por los familiares que tenían a sus seres queridos tan lejos, para que encontraran paz y resignación. Y esa fue la señal. Supe que debía traer a Luis”.
“Busqué en Google la dirección de la embajada británica y quién era el embajador. Y escribí una carta para Mark Kent contándole mi historia y pidiéndole ayuda. Era el 23 de abril de 2017, un domingo antes de Pascuas”.
“Quise que un sacerdote bendijera la carta. Me fui, entonces, a dos iglesias. Le pedí a San José por esta misiva -porque el día de San José nació Luis-, le rogué a la Virgen del Rosario de San Nicolás que siempre me acompaña. Y fui a San Bernardino, donde él hizo su primaria y secundaria. No encontré a ningún sacerdote, pero hice una cruz con agua bendita sobre el papel y envié la carta. Una semana después el embajador me respondió”.
“Guardé una copia de la carta dentro de mi Biblia. Está en la página del Salmo 23. El día que la envié, el 23 de abril, es el de la Divina Misericordia a quien todos los días a las tres de la tarde yo le rezo porque me da mucha paz. Y hay más: la última carta que él me envió desde las islas fue el 23 de mayo. Yo sentí todas estas señales”.
“Luis amaba ser comando, nunca le reclamé nada. Sabía de su vocación y siempre lo apoyé en todo. No pensé nunca ‘por qué fue de voluntario, por qué no volvió cuando le ofrecieron, por qué quiso quedarse con sus hombres’. Yo tenía la fortaleza mental y espiritual para poder acompañarlo en esa pasión que sentía por su trabajo”.
“Sí, alguna vez, al principio cuando él murió, le pregunté a Dios ‘¿por qué no me lo devolviste aunque sea en una silla de ruedas si yo lo hubiese cuidado toda la vida?’. Luego, hablando con un sacerdote, me dijo que eso era normal, pero que yo nunca había dejado de creer y de rezar. Con el tiempo entendí que él era paracaidista y comando, que hubiese sido como morir en vida si regresaba imposibilitado. Y yo quería que fuera feliz”.
“Repetiría toda mi vida con él tal cual fue, es la historia más bonita que Dios me regaló. Dejaría todo igual, porque fuimos muy felices durante los ocho años que pudimos estar juntos. ¿Si cambiaría que él haya ido a la guerra? No, porque Luis deseaba morir por la Patria”.
“¿Si cambiaría lo de Gustavito? Recién ahora entiendo por qué nuestro hijo tuvo que irse tan pequeño y sufrir. Un sacerdote me había dicho que cuando eso sucede vienen a salvar a la familia de cosas graves. Yo me preguntaba qué sería. Y hoy entendí que la misión de Gustavito en esta vida fue que su padre volviera a casa. Lo que él pasó es lo que me impulsó a traerlo. Es esta historia de Luis queriendo estar junto a su hijo, es este amor eterno entre ellos. Gustavito es el nexo que nos permitió tenerlo de regreso. Cuarenta años tuvieron que pasar desde su partida para que yo entendiera por qué pasamos todos por tanto dolor”.
“Ahora voy a poder empezar a vivir un poco más pensando en mí. Soltaré a mis hijos, disfrutaré a mis nietos, ya no tengo esa mochila en la espalda que me dolía enormemente. Tanto siento que algo cambió que ya me saqué mis primeras vacaciones sola. Voy a ir al Calafate, donde viajamos juntos con Luis y los niños antes de que se fuera a la guerra. Quiero volver para recorrer con alegría aquellos lugares donde fuimos felices”.
“Hoy siento que nuestras almas están unidas, es como si Luis hubiera cobrado vida. Desde que me dieron la fecha del traslado, la foto suya que tengo en mi dormitorio cambió, es como si él me mirara de una manera diferente y me dijera: ‘lo lograste'”.
Eran las seis y media de la tarde cuando el avión tocó suelo en el área Material de Río Cuarto. Los hombres del GOE esperaban a su capitán haciendo un cordón de honor. De pronto, un grito: “¡Luis Darío Castagnari!”, bramó un brigadier. “¡Presente!”, se escucharon las voces de la enorme cantidad de gente que colmó el hangar en el aeropuerto. Sonó una banda militar. Sobre los hombros, seis oficiales bajaron del avión el féretro envuelto en la bandera argentina. Llegó la hora de rendir honores. El héroe regresó a casa.